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18.11.09

¿Inversión de valores o lucha de valores sociales?

Oficiales del Batallón Fijo de Santo Domingo
Museo de las Casas Reales
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" Inversión de valores sociales es un resultado histórico que se puede entender como consecuencia y costo de los tránsitos en que está inmersa la sociedad dominicana actual."

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“El lenguaje cotidiano no es neutral; carga en su interior presupuestos culturales de toda una tradición”. Jacques Derrida

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Pedro Samuel Rodríguez-Reyes

De manera permanente y en forma creciente en los últimos años, se escucha en el ámbito dominicano expresiones como las siguientes: “El sistema tradicional de valores está en franco proceso de deterioro”; “Vivimos una insólita epopeya a la vulgaridad y a la general cualquierización de la vida nacional”...

Un prestigioso e influyente periodista dominicano ha escrito recientemente que “Mientras persista la crisis moral, será poco menos que imposible enfrentar las crisis económica y política. Aquella, la moral, habría que hacerle frente, en primer lugar, desde el hogar, pero sucede que ya el seno de la intimidad familiar está contaminado y también allí los principios éticos fundamentales están deteriorados” (1).

Para explicar las causas que han originado el fenómeno social que se designa como inversión de valores o crisis de valores sociales, se mencionan entre otros válidos aspectos, el éxodo de la zona rural a la urbana, la modernidad, las influencias de los viajes al exterior, el turismo, el deterioro de la estructura familiar, los medios de comunicación masiva, y las prácticas políticas clientelistas, populistas y patrimonialistas de las últimas décadas.

Las presentes líneas apenas pretenden dar una visión general y esquemática que pueda parcialmente explicar el origen y la trayectoria de dicho fenómeno desde posibles perspectivas históricas. El limitado espacio de estos párrafos no será suficiente para examinar las múltiples aristas de un tema tan vasto y complejo.
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Si se nos permite avanzar un concepto general de lo aquí tratado, diríamos que la llamada inversión de valores es la natural consecuencia y el necesario costo de unos tránsitos sociales en los que la sociedad dominicana de hoy está inmersa, y podríamos concluir con que este proceso histórico que hoy vive República Dominicana puede ser asumido como inicio del triunfo de nuestro histórico sector político liberal; con sus logros, consecuencias, riesgos y costos incluidos. Se trata de una dinámica de retos, no necesariamente de retrocesos. Pero no nos adelantemos.

Probablemente los dominicanos y dominicanas de las últimas décadas (finales del s. XX, principios del s. XXI) estamos siendo testigos de un inédito proceso de tensiones entre dos sistemas de valores sociales que se acomodan y pugnan por sus respectivos espacios.
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Y es que este fenómeno social habría de ser examinado desde unas perspectivas más amplias, aclarando que abordar el estudio de “la degradación del sistema tradicional de valores sociales” sería limitado y simplista si se acomete desde una óptica que dé cuenta de que se trata de un sistema tradicional de valores que se degrada, ya que, en realidad, en el conjunto social dominicano convergen desde su mismo origen dos sistemas de valores sociales, ambos con legítimas credenciales y atribuciones para ser considerados tradicionales.
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Observemos cuáles son estos dos sistemas de valores y cuáles han sido sus respectivos origenes y trayectorias.
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En sentido general podría señalarse que uno de estos dos sistemas de valores proviene de una remota tradición ancilar, es decir, originado en la Era colonial por el conglomerado social de ascendencia esclava. El otro sistema de valores es aquel que proviene de la misma colonia, pero de remota filiación hispánica no ancilar.
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Así, ambos sistemas de valores sociales han de ser considerados y habría que dar a ambos el tratamiento de “tradicionales”, ya que en la nación dominicana uno y otro sistema poseen un origen remoto por cuya razón uno es tan antiguo y tradicional como el otro. Estos dos sistemas de valores han tenido una génesis insular común y en lo temporal casi simultánea, aunque partieran de matrices culturales, relaciones de producción, contenidos y formas diferentes.
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De este modo, el panorama actual sería definido con mayor propiedad como dinámica de “tensiones y pugnas de valores sociales tradicionales” que en un novedoso e inédito proceso histórico se acomodan y luchan por sus espacios respectivos. Luchan y se acomodan, pero no se aniquilan necesariamente.
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Observando el fenómeno mediante la amplia perspectiva que nos ofrece la llamada Historia de Larga Duración (2), parece tratarse de la aparición de un esquema de tensiones sociales compuesto, por un lado, de la emergencia arrolladora y masiva del vector cultural proveniente del sector social de remota tradición ancilar (de ascendencia esclava) cuya existencia de siglos en estado larvado ha eclosionado sorpresivamente; y, por el otro lado, del siempre visible vector cultural proveniente del segmento social de filiación no ancilar cuyo origen se ubica en el colectivo de individuos que en la colonia estuvo compuesto por amos, colonos, hateros y funcionarios, vinculados a la cultura hispánica vencedora en el proceso de conquista y colonización.

Este novedoso esquema de pugnas de valores del que somos actualmente testigos ha hecho su aparición a partir de una masiva presencia popular en todos los quehaceres y prácticas sociales de las últimas décadas. El tradicional sistema de valores de la cultura que proviene del conglomerado social de remota tradición ancilar (esclava) aplica su poder numérico mayoritario con un empuje desbordante en clara ofensiva, mientras el sistema tradicional de valores sociales de filiación no ancilar parece actuar a la defensiva, pese a su permanente liderazgo en la esfera económica y dirigencial tradicionales.

Podría afirmarse sin lugar a equívocos que no ha existido en todo el decurso de la historia dominicana otro período de tan directa y mayoritaria presencia de individuos de ascendencia ancilar (de remota ascendencia esclava, puros y mezclados) en el ámbito socio-económico de la nación; sea en el quehacer político, en los medios de comunicación, en la vida académica, en las actividades económicas y en el desempeño de actividades profesionales, deportivas y artísticas, como en el presente. No obstante a todas las limitaciones que en la promoción social o económica aún hoy puedan ser señaladas, no ha habido otro período con parecidas características. Hasta el presente, y desde la llegada del primer grupo de esclavos africanos a la isla La Española en la primera década del siglo dieciséis, éstos ni sus descendientes (puros y mezclados) habían tenido tan directa, masiva e influyente presencia; ni en los trescientos años de vida colonial ni en todo el transcurso de la actual Era Republicana.
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En ese sentido, y sólo con la finalidad de complementar lo dicho en el párrafo anterior, no sería descabellado expresar que en lo que respecta a dinámica de tránsitos sociales, el fenómeno del que hoy somos testigos podría ser considerado como la cuasi revolucionaria fase que se inicia a partir de la culminación de un extenso y secular proceso de evolución social. Esto así, considerando la magnitud de la movilidad social que significa el formidable tránsito, digamos, desde un individuo esclavo de la colonia, hasta sus descendientes (puros y mezclados) hoy profesionales, ejecutivos o ministros en el siglo XXI. El monto del costo pagado que media entre uno y otro individuo ha sido el de tres siglos de esclavitud, adicionado a los avatares transcurridos en el decurso de toda la Era republicana hasta el presente.
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La eclosión popular de la que hoy estamos siendo testigos, posee sus consecuencias, interpretaciones y costos particulares en el presente, y se manifiestan en las calificaciones que mencionamos en el primer párrafo de este escrito. De hecho, es probable y entendible que tales interpretaciones y tales calificaciones sean observadas con mayor énfasis desde ámbitos que se ubican, precisamente, en el sector social de tradición no ancilar, es decir, desde colectivos humanos descendientes de aquellos que en la colonia no fueron esclavos ni libertos, quienes podrían ver hoy amenazado su particular y tradicional sistema de valores.
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De esta manera queda planteado el actual escenario de tensiones y pugnas que luchan y se acomodan por ocupar sus respectivos espacios. El fragor de esa dinámica social posee unas entendibles consecuencias sociales a las que se les denomina inversión de valores o crisis de valores sociales.
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Pero no debe obviarse un acontecimiento crucial que contribuye a configurar y a definir el presente escenario de tensiones y pugnas. Se trata de que así como no ha habido en toda la historia de la nación un momento de mayor presencia del sistema de valores de ascendencia ancilar como el presente, es asímismo éste el momento justo de mayor debilitamiento jamás exhibido por el bloque cultural de ascendencia hispánica. Las razones y las causas de este particular y específico fenómeno lo trataremos de examinar en párrafos posteriores.
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En consecuencia, la crisis o inversión de valores no luce ser un mero producto del azar sino que se presenta como un evento de sincrónica maduración social que se prepara y adecúa a novedosos cambios mientras hace las crisis previas a tales cambios. Visto desde este ángulo, es perfectamente entendible el hecho de que la noción de crisis e inversión de valores sociales hace perfecto sentido con la noción de dinámica de preludios a unos cambios por venir. Se trata, pues, de movimientos, crisis e inversiones causados por el desplazamiento de los actores involucrados en la presente dinámica social.


¿Por qué dos sistemas de valores culturales en la sociedad dominicana?

Es de general conocimiento que a partir de la temprana desaparición de la etnia nativa en los primeros decenios del siglo dieciséis, la sociedad dominicana fue conformándose mediante dos agrupamientos humanos determinantes (3). Uno de ellos cuyos agentes culturales provinieron de los reinos de España, desempeñándose en la isla Española de la época en función descubridora, conquistadora, de encomenderos, colonos e individuos de diversas ocupaciones, y otro colectivo humano cuyos agentes culturales provinieron de las costas occidentales de África, obligados al desempeño de actividades en función de esclavos. En consecuencia, el “encuentro” y contacto de culturas y etnias diferentes dio origen a la formación de dos bloques culturales disímiles que, aunque en permanente interacción, han mantenido sus variados grados de particularidades.

En el decurso de la historia dominicana estos dos vectores culturales recibieron (ambos) la continua y exclusiva influencia de los valores hispánicos, y (ambos) sufrieron pérdidas y reducciones hasta el año de 1795 cuando se pone término al vínculo conformado entre metrópoli (España) y colonia (Santo Domingo). Es preciso anotar que uno de estos dos bloques culturales (el proveniente de las costas africanas) siempre ha permanecido desvinculado del área geográfica matriz de su cultura (África).

Una cultura determinada es defendida y mantenida por los individuos que pertenecen a ella y por sus descendientes, quienes se convierten en los agentes que hacen posible su pervivencia a través del tiempo. Como señalábamos; en Santo Domingo, los dos vectores culturales básicos (el de ascendencia hispánica y el de ascendencia africana) han sufrido a través del tiempo reducciones, atenuaciones y pérdidas. En efecto, más adelante veremos cómo el capital cultural de ascendencia hispánica inició un proceso de reducciones y pérdidas a partir de 1795 debido a la conclusión de la relación metrópoli-colonia, y debido a la emigración de sus más connotados agentes culturales.

En cuanto a pérdidas y reducciones del capital cultural de ascendencia africana, éste tuvo en el Santo Domingo colonial, formas adversas que dificultaron a sus agentes culturales (individuos de ascendencia africana, puros y mezclados) la realización de la defensa plena de su cultura. Algunas de tales formas adversas estuvieron dadas por el temprano proceso de mestizaje que reducía por asimilación la fortaleza de este vector cultural; por la completa desvinculación de la zona geográfica matriz de su cultura original (África) y por la aplicación permanente de normas sociales y legislativas provenientes exclusivamente del sector hispánico que dominaba el ordenamiento político, económico, social y religioso a lo largo de la administración colonial.
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No obstante, la fuente generadora de diferencias excluyentes (las mismas que hoy se observan), no provendría sólo de las particularidades culturales de origen (España o África), sino también de un factor adicional y determinante, esto es, de las diferencias originadas en las relaciones económicas de producción, ya que dentro de la estructura económica colonial, el grupo humano de ascendencia africana era esclavo, mientras que el de ascendencia hispánica no lo fue. La proyección futura de las características físicas (raza) de uno y otro agrupamiento ha servido permanentemente (incluso hoy) como marca o elemento visual que facilita la identificación a posteriori de las funciones económicas de origen y de las ascendencias de unos y otros, perpetuando así un particular modelo de relaciones que se extiende hasta nuestro días.
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Hoy, a causa del modelo de relaciones que se gestó y se perpetuó a partir de aquel encuentro originario de etnias y culturas diferentes, el ciudadano dominicano actual “intuye”, en forma general, que un negro, negra o un individuo étnicamente mezclado posee una ascendencia particular y distinta de la que posee el individuo étnicamente blanco. Lo intuye pero necesariamente no racionaliza las causas ni el origen de estos dos sistemas de valores; lo ve como natural, no como un resultado histórico.

Inversión de valores

“Inversión de valores” es una frase que se repite y que es muy cierta. Pero, como veremos, el fenómeno parece que ha estado ocurriendo en forma lenta y sostenida a través de, al menos, dos siglos, aunque sólo observamos su desenlace reciente.

Así, los valores de la cultura hispánica, originalmente dominante en la colonia durante tres centurias, fue debilitándose y cediendo espacios a una cultura mixta con fuerte contenido de los valores de la cultura de tradición ancilar. Esa resultante cultural mixta que se inicia en 1795, parece ser la que actualmente eclosiona en el escenario de la nación.
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Si bien el detonante del reciente dinamismo de ese fenómeno social ha sido facilitado por los factores mencionados tales como prácticas políticas clientelares y populistas, etcétera, debemos considerar la existencia de otros factores anteriores, que, como trasfondo permanente han ido generado ese empuje de fuerzas históricas. Incluso, no sería una disgresión si consideramos que esos tránsitos provienen de una remota y añeja tradición de tensiones y luchas a partir de la misma conformación de nuestro pueblo.
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En ese sentido podría determinarse que esa dinámica de tránsitos sociales quizás deba ser considerada como uno de nuestros más extensos procesos históricos si tomamos el referente de que las luchas por la inclusión se inician desde la gestación misma de este pueblo de contrastes. Así, el proceso de luchas, reclamos, acomodamientos y pugnas ocuparía todo el espacio temporal de la Era colonial, traspasando el período independentista, la Restauración, los regímenes dictatoriales, los ciclos libertarios posteriores y la intervención y el sacrificio de héroes, ajusticiadores y mártires. Pero la elaboración minuciosa de tales reflexiones sería apropiado para un escrito aparte.
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La resultante cultural que hoy hace masiva presencia como novedoso sistema cultural mixto, empezaría a dinamizarse en coincidencia con los inicios del proceso de debilitamiento del capital cultural de ascendencia hispánica a partir de la desvinculación de la Colonia y su Metrópoli en 1795, lo cual coincidió con el masivo éxodo de sus más emblemáticas familias que se ausentaron del territorio dominicano a causa de las estipulaciones del tratado de Basilea de ese mismo año. A partir de esos eventos la sociedad dominicana inicia el proceso de recomposición cultural y de búsquedas de su propia identidad, ya emancipada del vínculo cultural con España.

Consecuentemente, los dos sistemas de valores culturales tradicionales han configurado este tercer Sistema cultural híbrido fuertemente matizado por el vector cultural de ascendencia ancilar, y hace su aparición en el presente escenario de la nación, influyendo y sacudiendo los cimientos del ya debilitado vector cultural de ascendencia hispánica. Así, “repentinamente” se han estado invirtiendo los valores culturales hasta llegar a la presente fase de crisis e inversión.

Es precisamente la observación de la lenta dinámica de esa recomposición lo que en esencia nos interesa en el presente escrito. Ello nos exige limitarnos a esbozar una escueta cartografía de su trayectoria histórica, sin intervenir en juicios que privilegien a uno o al otro sistema cultural que conforman esa resultante.

Examinar el amplio abanico de las valoraciones, descalificaciones y adscripciones respecto a uno u otro sistema sería materia de un interesante aunque extenso debate que no permitiría estas apretadas líneas.
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En la posible diversidad de opiniones que generaría un debate de tal naturaleza, algunos privilegiarían al vector cultural de ascendencia ancilar (esclava) aduciendo razones de solidaridad humana o, quizás, en razón de que el logro de su preeminencia evitaría mayores traumas en una futura y eventual integración insular en la Hispaniola. Otros convendrían en que al ser el vector cultural de ascendencia ancilar el mayoritario y el de mayor vigor a él correspondería el protagonismo y la preeminencia en el escenario de la nación dominicana. En sentido inverso, otros privilegiarían con valoraciones positivas al vector cultural de ascendencia hispánica aduciendo que su fortalecimiento y su preeminencia re-incorporaría los valores perdidos que garantizarían el desarrollo civilizado de la nación.
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En este punto lo que sí podríamos adelantar es que la presencia inusitada y masiva del vector cultural de ascendencia ancilar en el escenario de la nación dominicana debe examinarse desde unas perspectivas que tomen en consideración los costos de la función socio-pedagógica que esa masiva presencia conlleva. Es decir, cuando un amplio colectivo social de ascendencia ancilar debuta en determinados ámbitos de la conducción de una nación, en principio habrá necesariamente un aprendizaje concomitante, y ese aprendizaje conlleva un costo que se expresa en probables errores y posibles distorsiones en el desempeño de sus noveles funciones debido a la entendible desvinculación de este colectivo a unas experiencias generacionales previas. Este novedoso proceso probablemente requeriría la presencia colegiada de ambas fuerzas culturales (la de ascendencia hispánica y la de filiación ancilar) a fin de garantizar cierta armonización en esa dinámica de incorporaciones e inclusiones. He ahí un reto.
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En la nación dominicana de hoy, esa masiva presencia no deja de ser una positiva conquista, aún ella posea unos evidentes costos y unos eventuales riesgos. Y es que en definitiva, se trata del resultado histórico de unos prolongados procesos de tránsitos sociales enmarcados en una definida dinámica de naturaleza liberal. Visto desde ese ángulo, estas tensiones y pugnas, con sus costos y riesgos, nos marca e identifica como una nación inmersa en un novedoso proceso social de avanzada.
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Por su parte, las profundas raíces históricas del segmento social de ascendencia hispánica, pese a su escasa presencia y a pesar de su perfil debilitado en el actual proceso, continúa garantizando al conjunto social una función de equilibrio y atenuación, cuya función probablemente se incrementaría frente a eventuales desbordamientos o pérdidas de control en este novedoso proceso social de tensiones e incorporaciones. Y es que, como mencionamos en párrafos anteriores, nuestros dos conjuntos culturales en la actualidad pugnan y se acomodan, no se aniquilan. Porque es precisamente ésto lo que nuestra particular historia nos ha enseñado y para lo que nos ha preparado.
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Podríamos estar siendo testigos de una fase histórica en la que empezamos a entrar en un punto de inflexión en donde se inicia una dinámica de inclusiones sociales nunca antes vista. Si los actores y beneficiarios de tales tránsitos provienen no de elites minoritarias sino del mismo pueblo mayoritario, es obvio entonces que se trata de un proceso que genera costos sociales e imprevistas consecuencias. Probablemente sea positivo que el conjunto social tenga plena conciencia de la naturaleza de la dinámica de pugnas de la que en la actualidad es testigo y actor.
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Probablemente, la sorpresiva y masiva presencia del conglomerado social mayoritario y su correspondiente sistema de valores culturales de filición ancilar, es una novedad de tal magnitud que, necesariamente, debe producir el formidable impacto para que a tal presencia le sea atribuible la condición de inversión y crisis de valores sociales. Esa apreciación no deja de tener sus entendibles razones y sus consecuentes aprehensiones si concebimos el fenómeno como preludio de cambios.
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Por otra parte, si se quisiera examinar el fenómeno a escala global probablemente habría de partirse del inicio de la Revolución francesa de 1789. Sería ése el momento que inicia un conjunto de movimientos de naturaleza liberal que da al traste con las llamadas monarquías absolutistas y cuya dinámica deriva, más de doscientos años después, en los movimientos, inclusiones y desplazamientos sociales que hoy se observan en el planeta, con sus logros, consecuencias, inversiones, crisis y costos. Obviamente no es ese el ámbito de estudio de las presentes líneas.
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Como vemos, el tema de la inversión de valores o crisis de valores sociales posee en su interior unas complejidades que desbordan la elemental enunciación calificativa, y traspasa los juicios y las convicciones generadas por la simple observación de lo cotidiano.


Trayectoria de los valores culturales hispánicos en la nación dominicana

Haciendo un brevísimo recorrido por la trayectoria de los valores culturales de filiación hispánica en la historia de la nación dominicana, podemos rastrear cambios importantes en cuanto a la aplicación de normas y leyes tendentes a garantizar el ordenamiento social, y, además, podemos comprobar la proyección de su influencia en el tiempo.

Posiblemente en el primer siglo de la administración colonial (siglo 16), y debido quizás al desbordamiento, a los asombros y a las expectativas que produjo en los españoles el sorpresivo descubrimiento de las islas antillanas y el casi inmediato descubrimiento y colonización de Tierra Firme, en la sociedad españolense del Santo Domingo de las primeras décadas del siglo XVI parece haber prevalecido una suerte de caos en cuanto a la implementación de valores y respecto a la organización general de la vida social. No habría tiempo ni logística que pudiera detener el desenfreno provocado por el cúmulo de tan asombrosas novedades.

Por tales razones debió ser ese primer siglo XVI la expresión del mayor y generalizado desorden moral que, pese a los probables esfuerzos del Estado y de las Autoridades Eclesiásticas por detenerlo, su éxito quedaría neutralizado por realidades que le desbordaban. La inédita y enorme distancia con las autoridades centrales de la Metrópoli y el continuo éxodo y trasiego de personas hacia aquellos enormes territorios que se conquistaban en el Continente serían algunas de esas realidades.

Fue precisamente ese siglo XVI, el tiempo cuando en aquella sociedad colonial ‘los grandes señores, las principales autoridades, los dueños de Hatos, sus hijos, y hasta los mismos sacerdotes se amancebaban con las negras’ que recién se traían desde África como esclavas; y fue ése el tiempo de ‘clérigos alborotados que sacaron de la cárcel a un compañero encarcelado, desfilando por las calles de Santo domingo con gran ruido después de romper las puertas de la prisión con una carreta empleada como ariete’.

Sin embargo, ya en el siglo diecisiete y más aún en el siguiente siglo dieciocho se observa una diferencia radical.

Como si se tratase de una compensación por los escándalos y actitudes libertinas del siglo anterior (siglo 16), resultan reveladoras del notable cambio operado en los siglos 17 y 18 las profusas noticias de persecuciones a parejas que vivían en ‘uniones no lícitas’. Sorprenden los informes indicando que “nada menos que el Gobernador, Capitán general y Presidente de la Colonia pasara noches enteras caminando por las calles de Santo Domingo, acompañado de todo un séquito de escribanos y alguaciles para atender denuncias de que había vecinos que a tales horas entraban en comunicación y tratos ilícitos". Asombra el grado de control del Estado sobre los pobladores de la Colonia, y es sumamente revelador el que en casos de flagrante concubinato, los incumbentes fueran condenados a penas drásticas de destierro u obligados a casarse, multados o constreñidos a cambiar de residencia para evitar más escándalos en el vecindario (4)

Es asimismo revelador de las estrictas aplicaciones de normas morales en los siglos 17 y 18, el caso Sebastián López, carpintero fabricante de canoas en las playas de Najayo, natural de Alicante (España), quien junto a María de Paula, ‘soltera, pobre de solemnidad, y vecina de Santo Domingo’, fueron denunciados ante las autoridades por sostener ‘amistad ilícita, con poco temor de Dios, de su conciencia, y menosprecio de la Real Justicia’, pasando un año y dos meses encarcelados (desde julio 1716 a sept. 1717) en la Cárcel Real de Santo Domingo, ‘en cuartos distintos para que no se vean o hablen’ mientras transcurría el correspondiente proceso judicial que concluyó con severas penalizaciones para ambos.

En escrito aparte podríamos volver sobre detalles de este y muchos otros casos ocurridos en esos siglos (XVII y XVIII), los cuales demuestran la permanente y estricta aplicación de normas provenientes de la cultura hispánica, las que, en el decurso de la Historia de Larga Duración contribuyeron a conformar valores en la sociedad dominicana.

Rastros de la prolongación de la influencia de tales medidas (ya convertidas en valores sociales) son observados en tiempos muy posteriores, casi dos siglos después de aplicadas aquellas estrictas normas. El historiador de origen holandés, Harry Hoetink, ha recogido algunos detalles que lo confirman. Así, en la vida cotidiana del Santo Domingo de finales del siglo 19 Hoetink informa que “el estricto control social hacía imposible el contacto libre entre jóvenes de ambos sexos y para los grupos más altos urbanos parecía haber sólo dos sitios donde podía encontrarse la juventud: la iglesia, donde se intercambiaban miradas enamoradas y cartitas entregadas furtivamente, y el periódico, donde los jóvenes se enviaban versos, adivinanzas (charadas) y piropos. Con frecuencia –agrega Hoetink- el joven enamorado no podía hacer más que pararse en la esquina de la casa de su adorada esperando ansiosamente: hacer esquina. En cuanto un joven visitaba con frecuencia una casa donde había hijas de edad casadera, la opinión pública, siempre alerta, se convertía en factor de importancia, como lo reconocía J. E. Julia en una carta al hermano de su elegida: ‘En vista de los muchos y diversos comentarios que forma el público de mis frecuentes visitas a su casa, y atendiendo a la justa reconvención que Ud. acaba de hacerme, le suplico que sirva permitir que continúe visitando su apreciada familia...” (5)

Por su parte, la Doctora en historia, de origen puertorriqueño, Teresa Martínez-Vergne, en su libro ‘Nation and Citizen in the Dominican Republic, 1880-1916”, refiriéndose al período por ella estudiado, expresa lo siguiente: “Mi sorpresa en la República Dominicana fue encontrar los valores de la burguesía de la elite, como la inviolabilidad de la propiedad privada, el valor de la educación, la ética del trabajo, y la obsesión con el honor, en el seno de la clase trabajadora”.

Estos y otros informes históricos nos muestran, pues, que a pesar del posterior ‘corte y la fractura social’ causados por la emigración de “la flor de las familias dominicanas” a partir de 1795, la vigorosa influencia de los valores culturales de ascendencia hispánica perduró en la sociedad dominicana hasta bien entrado el siglo 20, lo cual es indicador de las profundas raíces que se estructuraron en los tres siglos de vinculación entre la Colonia (Santo Domingo) y su Metrópoli (España).

Inicios del desgaste del capital cultural de ascendencia hispánica

En la actualidad, la franja social que representa al sistema de valores de tradición hispánica, y su correlato político y económico, aparentemente se sienten desbordados e incapaces de frenar el empuje mayoritario del sistema de valores de filiación ancilar. ¿Por qué? ¿Cuál es la fortaleza actual de ese sistema hispánico de valores sociales?

La tradición histórica de las clases dirigentes dominicanas no es de larga data.

Como hemos comentado, a partir de 1795 empieza la emigración de las familias emblemáticas de esa franja social, que se trasterraba hacia otras colonias hispánicas del entorno. El resto de esas familias sale en el transcurso de los años siguientes, es decir, en 1801 y 1805, a causa de las respectivas invasiones de Tousseint Louverture y J.J. Dessalines a territorio dominicano (colonia de Santo Domingo en proceso de ser entregada a Francia). Se iniciaba así la más importante pérdida en el histórico sistema de equilibrios sociales en que había pervivido la nación por más de tres siglos. Estas emigraciones concluirían unos 50 años después de iniciarse, en 1844. Afortunadamente, la entrega de Santo Domingo a Francia no se efectuó como previsto y sobrevivimos como sociedad, aunque con la consecuente mutilación social que representó tales éxodos.

Esas emigraciones producen en Santo Domingo una suerte de corte; de vaciamiento de los valores culturales de ascendencia hispánica, por la ausencia de sus actores culturales más representativos quienes parten hacia otros territorios hispánicos tales como Cuba, Puerto Rico y Venezuela, a fin de escapar al dominio francés que se avecinaba. Más adelante veremos datos indicativos de la magnitud de ese masivo éxodo cuya cantidad fluctúa desde un 13.8% de la población total de la época (Frank Moya Pons) a un 24% de dicha población total (Carlos Esteban Deive).

¿Quiénes emigraron de Santo Domingo a partir de 1795?

Para responder esta pregunta vamos a limitarnos a hacer mención de sólo algunos de los miles de nombres de quienes partieron, señalando lo consignado por el historiador de origen español radicado en Santo Domingo, Carlos Esteban Deive, respecto a un testimonio recogido por el ensayista dominicano Pedro Henríquez Ureña, quien cita al crítico cubano Manuel de la Cruz cuando éste expresaba que los vecinos de Santo Domingo llegados a Cuba ‘dieron grandísimo impulso al desarrollo de la cultura, siendo para algunas comarcas, particularmente para Camaguey y Oriente, verdaderos civilizadores’. Dicho historiador añade que: no menor es el elogio que les dedica el compositor Laureano Fuentes Matons, para quien ‘las familias dominicanas, como modelo de cultura y civilización, aventajaban en mucho a las cubanas’. Es posible –dice Deive- que la alabanza del compositor se debiera en cierto modo a su entusiasmo por aquel piano, el primero introducido en Cuba por el [emigrado dominicano] Dr. Bartolomé de Segura y con el cual el músico alemán Carl Rischer enseñó solfeo a sus alumnos. Esteban Deive agrega que ‘uno de los primeros emigrados, José Francisco Heredia, llegó a ocupar el cargo de regente en la Audiencia de Caracas y el de Alcalde del crimen en la de México. Historiador excepcional, según Henríquez Ureña, por su ‘honestidad intelectual, su firme amor a la justicia'.

Esteban Deive continúa con que ‘emigrados civilizadores fueron también fray José Féliz Ravelo, rector de la Universidad de la Habana en 1817; los jurisconsultos Gaspar de Arredondo y Pichardo, Magistrado de la Audiencia de Camaguey; Juan de Mata Tejada, pintor e introductor de la litografía en Cuba; el médico y escritor José Antonio Bernal y Muñoz, catedrático de la universidad habanera y uno de los propagadores de la vacuna en compañía de Romay’. Otro grupo de emigrados nativos de Santo Domingo –dice Esteban Deive- lo forman los poetas Francisco Muñoz del Monte y Manuel Garay Heredia; el matemático Manuel Fernández de Castro; el dramaturgo Francisco Javier Foxá; el geógrafo y lexicógrafo Esteban Pichardo; el naturalista Manuel de Monteverde; Antonio del Monte y Tejada, autor de la célebre Historia de Santo Domingo; Francisco Muñóz del Monte, poeta; y los hermanos Javier y Alejandro Guridi’, entre otros mencionados por Deive (6).

¿Por qué ocuparnos en señalar esta lista de nombres?

La respuesta es simple: porque al emigrar estos individuos criollos, también marchó con ellos los valores culturales hispánicos acumulados por la sociedad dominicana hasta 1795, y, porque con su partida quedaba definitivamente anulada la posibilidad de que sus descendientes inmediatos participaran en la forja de la república 49 años más tarde –en 1844- y tomaran parte en los procesos históricos posteriores. Adicionalmente, porque se alejaba con estas emigraciones la posibilidad de conformación de una temprana burguesía dominicana que acelerara nuestros procesos, impulsada por una clase dirigente nacional con ascendencia y tradición en la colonia profunda. Porque, además, a causa de esas emigraciones la sociedad dominicana hubo de comenzar casi desde cero en la conformación de una clase dirigente.

Con el paso del tiempo, factores como éstos son los que, en parte importante, han determinado la debilidad de nuestras clases dirigentes y su correspondiente situación defensiva en el presente escenario de pugnas de valores sociales.

Aquellos individuos emigrados representaban en su gran mayoría la expresión de la criollidad con potencial dirigencial a ser ejercido en los futuros procesos de la historia dominicana. Muchos de ellos fueron depositarios de la vasta tradición cultural que otorgaba el funcionamiento de una universidad establecida en su territorio hacía más de 250 años. Su salida no podría ser considerada sino como ruptura del sistema social en que se sustentó la colectividad dominicana por más de tres siglos. Haciendo un consciente ejercicio de ucronía podríamos manifestar que esos ausentes encarnaban parte del resultado de una historia sin fisuras que había estado configurando unas características que la sociedad dominicana futura (la de hoy) no pudo ver.

Refiriéndose a aquellos eventos de 1795, el escritor y ensayista dominicano Manuel Arturo Peña Batlle ha expresado que en el largo lapso de la administración colonial “se había desarrollado una sociedad necesariamente enraizada en las formas sociales de su Metrópoli. Tres siglos y tres años son, sin duda, tiempo suficiente para que una colectividad humana adquiera configuración histórica y sentido cultural propio” (7).

Con el conglomerado humano que emigró no sólo se ausentó del territorio dominicano su elite colonial sino también un colectivo heterogéneo de individuos que pudo ser ulteriormente útil a la causa de la República y a toda nuestra historia posterior. Del territorio dominicano ‘también se ausentaron artesanos, agricultores, religiosos, nobles y sus esclavos; funcionarios, y frailes’.

Por otra parte, de estas realidades se colige que del conjunto social que permaneció en territorio dominicano, la franja social de nuevos dirigentes que emergió durante y a partir de la construcción de la Republica, poseía menor tradición histórica en sus funciones dirigenciales que el otro segmento social de tradición ancilar en sus funciones subalternas. El grueso de esa nueva clase dirigente que tuvo la enorme responsabilidad de forjar la Independencia y los procesos históricos posteriores, hubo de improvisar y estrenarse como tal, en un ámbito para ella inédito, mientras que aquellos, los del segmento social de ascendencia esclava (el pueblo llano y mayoritario) nunca dejó de ejercer funciones subalternas hasta el día de hoy. Así, al correr del tiempo, esa mayor tradición en el ejercicio de funciones subalternas, adicionado a su superioridad numérica, ha estado otorgando al pueblo llano y mayoritario de hoy ventajas de consideración en el actual escenario de tensiones y pugnas de sistemas de valores sociales.
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Tales ventajas, adicionadas a mencionados factores como las recientes prácticas política populistas, clientelistas y patrimonialistas, en conjunción con el debilitamiento, el desgaste y las pérdidas que hoy exhibe el segmento social de ascendencia hispánica, han acelerado la emergencia y la masiva presencia de los valores de la cultura de tradición ancilar, configurando la naturaleza del actual escenario denominado Inversión y crisis de valores sociales que en el presente se observa.

Hoy como ayer, la fractura que representó las emigraciones ocurridas a partir del tratado de Basilea, ha dejado sus huellas. Es probable que si no hubiese ocurrido aquel vaciamiento social, sus actuales descendientes hubieran tal vez representado un formidable balance en el presente panorama de pugnas de valores. Pero no es posible modificar la historia. Lo ocurrido deja sus rastros y a estas alturas de nada sirve la ucronía; lo que pudo haber sido.

A partir de 1795 empieza la salida masiva del país de “la flor de las familias dominicanas”, como las llamó Américo Lugo. Los resultados de ese éxodo parecen hoy manifestarse, para determinados sectores sociales de la nación dominicana, en velado temor a que si eventualmente ocurriese una segunda pérdida, una adicional fractura de naturaleza parecida a la ocurrida a partir de aquel año, ello podría tener resultados catastróficos.

Consecuencias del desgaste del capital cultural hispánico

Como ya hemos visto, en el año de 1795 la sociedad dominicana en su conjunto inicia la etapa de su autonomía cultural, ya roto el vínculo con España, cuyo proceso de autonomía empieza a gestarse sin la participación de una considerable cantidad de individuos pertenecientes a las clases altas que masivamente se marcharon del territorio dominicano compelidos por las consecuencias de la inminente puesta en práctica del tratado de Basilea, por cuyo tratado España cedía a Francia en propiedad “toda la parte Española de la isla de Santo Domingo en las Antillas”.

A partir de ese tratado, concluye el extenso período colonial y, por consiguiente, el capital cultural de ascendencia hispánica hasta allí acumulado inicia un período de desgaste. Ya comentamos que los motivos de ese desgaste que se iniciaba estuvo representado, ante todo, por la misma desvinculación de la ex colonia con el poder político peninsular que nutría ese capital. Otro motivo de esa disminución lo fue la masiva emigración de lo que se ha denominado “la flor de las familias dominicanas”. Posteriormente, contribuiría a la disminución de ese capital cultural de filiación hispánica las medidas aplicadas para proscribirlo durante los 22 años de ocupación haitiana (1822-1844).

Las consecuencias del tratado Basilea relativo a aspectos demográficos –decíamos- podría ser calificado de corte y vaciamiento de la población dominicana en cuanto a su segmento social de ascendencia cultural hispánica más representativo, elitista y tradicional.
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Datos proporcionados por el historiador dominicano Frank Moya Pons señalan que de una población estimada para 1795 en 180,000 personas el número de emigrados pudo haber llegado a 25,000. Esto representa un 13.8% de la población total (8). Otros datos referentes al número de emigrados son aún más dramáticos, arrojando un 24% del total de la población. Este último dato lo proporciona el historiador Carlos Esteban Deive, quien señala una cantidad de emigrados de 14,000 personas, de una población total de 58,900 almas o menos (9). El estudio de Deive se centra en los años comprendidos entre 1795 y 1808, es decir, en un período de trece años.

Esta proporción ofrecida por Esteban Deive, si la aplicamos en la actualidad, representaría que 2,400,000 (dos millones cuatrocientos mil) dominicanos pertenecientes a las elites económicas, sociales, dirigenciales y culturales del presente hubiesen salido del país en los últimos 13 años; a razón de 185,000 por año.

Así, con el tratado de Basilea que se firmó el 22 de Julio de 1795 en Basilea, Suiza, entre la República Francesa y el Rey de España, Carlos IV y su no menos despreciable ministro y Príncipe de la Paz, Manuel de Godoy, se diseñaba el plan que pondría en marcha el desmantelamiento y la desaparición de la sociedad dominicana tal y como ella venía conformándose en el decurso de tres siglos.

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Entretanto, apenas algunos decenios posteriores del inicio de este proceso de fractura y descenso del capital cultural de ascendencia hispánica, se daba inicio a la paulatina incorporación social del otro vector cultural, el de ascendencia ancilar o esclava, necesario para funciones complementarias como la guerra (peones-soldados); y muy posteriormente para los votos, en los albores de una democracia incipiente.

En 1844, cuarenta y nueve años posteriores al tratado de Basilea y del consecuente comienzo de la masiva expatriación del territorio dominicano de las más emblemáticas familias criollas, una naciente república se iniciaba; una sociedad se recomponía y reestructuraba sin la participación de aquel conglomerado social dominicano que había partido. Así, con algunas excepciones, la mayoría de quienes tuvieron la enorme responsabilidad de construir la República, no poseía tradición ni experiencias previas respecto al ejercicio de mando, dirección, preeminencias ni liderazgo en la colonia, puesto que pertenecía a un segmento social medio que no tuvo acceso a esas esferas y que probablemente no poseyó el suficiente capital económico para escapar del temido e inminente dominio francés estipulado en aquel Tratado de 1795. Por su parte, en ese 1795, el pueblo pobre (compuesto mayoritariamente por esclavos y ex esclavos) hubo también de permanecer en el territorio dominicano expuesto a las consecuencias que en aquel momento se avecinaban.

Mientras se desarrollaban los eventos posteriores a 1844 el conglomerado social de ascendencia ancilar, es decir, el pueblo que unas décadas antes fue esclavo por siglos, no obtenía incorporación alguna en las instancias de poder ni en ámbitos económicos, educativos ni respecto a participación en la esfera de dirección alguna. Así, siendo simples y humildes ex-esclavos que recién estrenaban la nueva condición de libres; su función –hay que entenderlo- continuó siendo utilitaria e interesada como en la relativamente recién concluida Colonia. Estos ex-esclavos, ahora sin amos, pasarían a ser una suerte de siervos al servicio de individuos en lucha por el poder cuyos ascendientes inmediatos probablemente no poseyeron esclavos ni experiencia en su trato. La relación entre estos ex-esclavos y los nuevos líderes republicanos sería disfuncional y ambigua. La partida de los amos verdaderos era relativamente reciente, lo que proporcionaba a estos siervos nuevos la posibilidad de comparar propósitos, objetivos, trato, capacidades e intenciones entre aquellos ausentes y los nuevos líderes.

El grueso de esos nuevos líderes, no obstante su escasa o ninguna ascendencia en cuanto a experiencias de mando, liderazgo, estatuto económico, social o intelectual, forjaron con su valor y arrojo a la República en 1844. Para el logro de esos objetivos no les hizo falta aquellas ascendencias. Sin embargo, toda fractura deja huellas, y el conjunto social de la nación en algún momento percibiría la ausencia de quienes décadas antes habían partido a raíz de Basilea. Las posteriores guerras intestinas y el período conchoprimesco pudo haber tenido zonas de contacto con toda aquella desvinculación y vaciamiento social iniciado con el Tratado de 1795.

En el ínterin, los ex-esclavos (el pueblo mayoritario de aquel momento) se mantendrían aspirando participar en las incorporaciones, y no cejarían en tales propósitos en el decurso de toda la historia posterior. Tal vez percibiendo a los nuevos dirigentes como usurpadores que sin experiencia previa obtenían preeminencias, se plantearían que ellos también podrían adquirir presencia y participación en los ámbitos de la nueva nación. El desarrollo de ese conjunto de procesos iría lentamente perfilando el escenario del que hoy somos testigos y que a estas líneas ocupa.

Ese mismo conglomerado humano de ex-esclavos o siervos nuevos, cuyos descendientes hoy conforman en parte mayoritaria al pueblo dominicano pobre, es el que ha continuado incrementando su importancia, precisamente mediante los mismos medios utilitarios de siempre. Ahora le necesitan para producir y consumir bienes y servicios; para votar, o para obtener popularidad, y para toda suerte de beneficios. Le siguen ofertando la misma importancia instrumentalizada acorde al mismo modelo utilitario de relaciones de ayer en la Colonia, pero, al no incorporarle efectivamente a la equidad, y auto-percibiendo la interesada importancia que le continúan confiriendo, ese conglomerado humano de hoy ha emergido en escenarios de donde ya no es posible desplazarle sin exponerse a prescindir de sus siempre vitales servicios.

La excesiva prolongación de ese modelo de relaciones se agota y empieza a colapsar. El actual escenario de tensiones y pugnas de valores sociales así parece indicarlo.

Las consecuencias de la prolongación de ese modelo de relaciones utilitarias define el actual escenario que presiona por inclusiones mediante el poder que da lo mayoritario, útil y necesario. Ahora, el vector cultural de ascendencia esclava hace su aparición exhibiendo su presencia con inédito perfil, exigiendo la participación siempre denegada, y lo hace con la limitada formación que las históricas exclusiones le han conferido: vociferante, populachera y vulgar; tal vez como inconsciente epopeya mordaz a absurdos y prolongados prejuicios de origen, o quizás como oficiantes de una tardía pulsión colectiva de nostálgica rabia por ausentes y usurpadores. “El lenguaje cotidiano no es neutral; carga en su interior presupuestos culturales de toda una tradición”, ha expresado el filósofo franco-argelino Jacques Derrida.

El actual escenario de pugnas de valores sociales no posee en absoluto inocuas o pintorescas características. Sus lecturas son múltiples y probablemente preludien sacudimientos insospechados si los actores involucrados en ese proceso no toman lúcida conciencia de su existencia, sus motivaciones y su dinámica. El vector cultural que finalmente obtenga la preeminencia podría definir el panorama dominicano a mediano plazo. El resultado podría ser una novedosa y eventualmente cruenta recomposición local en lo cultural y en lo axiológico, pero las consecuencias y derivaciones futuras de ese proceso no son predecibles.

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Notas:

1- Rafael Molina Morillo; Mis buenos días. Diario Hoy; Santo Domingo, República Dominicana, 20.1.07

2- “La larga duración”. Conocido ensayo del historiador francés Fernand Braudel. Se trata del lento y prolongado ritmo de la Historia en donde se realizan las grandes construcciones sociales. “Es en esta Historia de Larga Duración en donde se construye el marco mental que incluye los sistemas de creencias y concepciones del mundo, las herencias culturales y los modelos de comportamiento”.

3 - Debemos señalar que el aporte cultural indígena nativo no se considera determinante debido, como es sabido, a que sus escasos agentes culturales que lograron sobrevivir a la explotación y al intenso trabajo, fueron absorbidos en los procesos del temprano mestizaje.

4- Colección Incháustegui; La vida escandalosa en Santo Domingo en los siglos XVII y XVIII. Prólogo de Frank Moya Pons. Universidad Católica Madre y Maestra, Santiago, República Dominicana, 1976, p.8).

5- Harry Hoetink; El pueblo dominicano: 1850-1900, Apuntes para su sociología histórica. Segunda Edición. Universidad Católica Madre y Maestra, Santiago, República Dominicana, 1972, pp. 316-317.

6-Carlos Esteban Deive, Las emigraciones Dominicanas a Cuba(1795-1808), Fundación Cultural Dominicana,Santo Domingo, Rep. Dominicana, 1989, pp.134-136

7- Manuel Arturo Peña Batlle; El tratado de Basilea, Impresora dominicana, 1952, p. 5.

8- Frank Moya Pons; El Pasado Dominicano, Fundación J.A. Caro Alvarez, Santo Domingo, Rep. Dominicana, 1986, pp. 37 y 38.

9- Carlos Esteban Deive; Ob. Cit., pp. 131 y 132.
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